Profundidad de campo

 El fotoperiodista Mahmoud Abou Zeid, conocido como Shawkan.


Mención de Honor en el Concurso de Microrrelatos de Anmistia Internacional (Madrid).



 A través del ventanuco de la celda de aislamiento, Mahmoud Abou Zeid, el reportero, solo puede ver un trozo de cielo uniforme y una luz dura como la del encuadre desenfocado de su cámara, como las imágenes vagas y difusas de televisión que velan la verdad en su país. Y recuerda, como su madre contaba los astros de las constelaciones, y le decía que cada una de ellos despedía el brillo de una palabra silenciada en el pasado.

Por eso, al llegar la noche, Mahmoud imagina fotografías, mientras lanza piedrecillas al campo para levantar a las luciérnagas, para mezclar con su vuelo infatigable la luz remota de las estrellas.

Nueva Era

Sepan ustedes que el hombre es el mejor amigo del perro, pero que, blanco o negro, el perro siempre es perro.
Pero no, de ninguna manera lo haría. No podría abandonar a un ser próximo, aunque sea con la excusa de unas buenas vacaciones en el mejor de los balnearios. No es civilizado. Y es que nuestra sociedad, aunque, en progreso, no ha superado ciertas barreras morales. Estamos perfectamente organizados: educación, gobierno, sanidad,… Instruimos a nuestros cachorros en la decencia del respeto al prójimo y a las diferentes razas; invertimos tiempo en cultivar su ciudadanía, en el crecimiento y cuidado del desarrollo sostenido, en la protección de los parques y jardines. Configuramos una verdadera sociedad avanzada, y sabemos que antaño el hombre ha sido un lobo para sí mismo. Por eso, por presumir de ser raza superior, los perros infravaloramos a los hombres, y dejamos que caminen perdidos por las autovías, que aparezcan salvajemente atropellados, que se desangren en ruedos improvisados o que sean colgados de los árboles por galgos vengativos desaprensivos.
Tan solo, un problema estructural deriva del almacén de animales de compañía, donde, desde la Nueva Era Canina, nacen, se reproducen, molestan y gritan mucho los humanos.

Revelación

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Entre bambalinas, la Muerte curiosea.

Cuando la bailarina se mueve, hechiza el aire. De sus brazos nacen músicas inefables; de sus piernas, misterios lejanos; fuegos de rebeldía en los giros. El auditorio vanguardista aplaude estupefacto los felices años veinte y grita su nombre: Isadora Duncan.
Al bajar de las tablas, Cotton Club y diadema, Bugatti, charleston y lentejuela. En la herida del deseo, los amantes se turnan entre plumas de mujer fácil y despedidas de artista difícil. Vive de forma urgente como si sus huellas y saltos, mezclados con lunes de alcohol, se disiparan en el olvido. Se tornarán ceniza tras un accidente de automóvil. Su recuerdo tiene el tacto frágil de un calendario y enseña que es menos complicado ser artista que mujer.
La Muerte se contempla bella imitando los pasos de danza de Isadora. Pero se turba al escuchar al mismo tiempo extraños ecos que desconoce.

Los peligros de la frontera

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   MICRORRELATO INCLUIDO EN "ALETREOS" DE ENTC

De la jungla del mundanal ruido huyo y sigo una senda de orígenes primitivos, buscando una esencia ancestral que presiento. Escribo de los moranis, esos aprendices de guerreros masái que, para llegar a serlo permanecen sobreviviendo largo tiempo en lo salvaje. El que avanza por el norte, oculto entre la maleza, parece preparar un ataque felino, y se arrastra sigiloso por la orilla del río. El del sur, deja ver su cerbatana camuflada en el vaivén de los árboles.
Se preparan para un ataque épico, definitivo, ritual. Dos mundos encontrados. Mi pluma está expectante, absorta en la percusión y los gritos guturales lejanos, atrapada en mi pasión por los territorios tribales y vírgenes, fascinada por el silencio en los enredos de la ficción.
Pero la intriga, ahora, se convierte en horror: se ha clavado en mi hombro la humedad aguda de un dardo y huellas mojadas me persiguen por la casa.

Traductor de espumas

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 Tras las miserias y desiertos humanos, a cuatrocientos kilómetros de la costa, he aprendido a mirar, a ver más allá, a sentir a la familia próxima sin importar las distancias; a intuir en mi compañero de embarcación a mí mismo, a traducir las formas de la espuma que llegan salpicando a nuestros rostros. Nos anuncian un frescor de esperanza, o impregnan con sal caliente nuestros labios; nos alivian la agonía de la sed o nos advierten de la fuerza de las olas como muros de alambradas. En la noche brillan destellos hermosos que son testigos de historias de naufragios y oraciones, y que parecen levantarse con la marea, desafiantes, mientras las gaviotas juguetean y parecen reírse de nuestro sueño azul infinito.
La ilusión es una paradoja que contradice la realidad, una simulación de sí misma en la que todos los tripulantes de la barcaza creen.
Rozando las olas de la playa, camino con una única intención al llegar: regresar.

Las barricadas misteriosas

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A François Couperin

Bajo el mismo sol que alumbró a Marco Polo, Admundsen, Stanley o Livingstone, supongo que mi sombra se hace más grande y solitaria desde que nos distanciamos.
Me acostumbré a cruzar los desiertos del Sahara, a buscar un cielo protector ante las lluvias de Iquitos, a surcar las aguas del río Congo, a atravesar el corazón de las tinieblas de Tierra de Fuego, a la pasión del cazador solitario.
Bajo el mismo cielo sobrevolé caricias de Bangkok, frutas cimbreantes del Caribe, curvaturas de los valles del Rift, temblores de las desnudas cítaras de Samarkanda, pieles abiertas de los desiertos de la Antártida, abismos voluptuosos del Tepuy. Ensayé con las manos de Couperin su arte de tocar y me despedí con las de Rimbaud y su indiferencia.
Al volver a casa, improviso destinos, zozobro entre la valentía de dejarme llevar y el refugio cobarde de mis libros. Esbozo el plan de una nueva aventura en cada línea trazada en el mapa que conduce al periplo recurrente, al viaje negado, al retorno imposible de tu nombre.

Surcos



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Las piedras del camino restallaban entre el quejido de las ruedas. Por la pendiente del camino viejo de la cantera, madre conducía el carro, adormecida por las chicharras y la rutina severa de la guerra. Me entretenía nombrando los pájaros que sobrevolaban las arboledas, cuando se escucharon los gritos de un hombre pidiendo auxilio, un gemido lejano de sufrimiento y certeza.
– No has oído nada…¡nada!…¡mira hacia adelante…!- se enfadó madre sin moverse de su asiento, sin dejarme rechistar.
Una mirada última en la nuca me fusiló el alma. Ni mirlos ni grajos ni alondras. Tan solo me abrazaba el vuelo de la costumbre añeja, maternal, de mirar hacia otro lado. Las piedras del camino restallaban entre el quejido de las ruedas y dibujaban tras ellas surcos de silencios.

Jabalina

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Desde hace varios meses me fascina que mi amiga Julia me cuente anécdotas de la Grecia Clásica, como la de aquel gran atleta Milón de Crotona, que lanzó una jabalina que nadie vio caer y que, supuestamente, permanecía todavía suspendida en el aire. Yo aún me río de ella, del frenesí para relatar sus historias.
De las primeras chanzas pasé a interrogarme si podría contemplar la jabalina, sopesaba la idea de que se clavara en alguien o en mí mismo. Entre nubes, intuí verla en uno de mis paseos dominicales. Comencé a soñar con ella, a presentirla clavada en mi abdomen, y a mal dormir obsesionado por aquella pesadilla definitiva. Vigilaba el cielo por la calle, me protegía en portales y cornisas, cruzaba los pasos de cebra como basilisco, descartaba los días tumbado en la playa. Ya no salía al balcón, ya ignoraba las noches estrelladas.
Asustado por cualquier brisa repentina, vivo en la tesitura de no descubrirme, de no dejarme sorprender por la intemperie, atrapado por una ficción y por ese amor imposible, afilado y enajenado, con el que Julia me ensueña.

Irrealidades

Si el reloj se hubiese detenido, si hubiese dejado pasar el primer barco de la mañana, si no hubiese leído la página de aquel libro, si me hubiera escapado de los juegos de Apollinaire, si me hubiese olvidado de la mirada inexorable de aquel cuadro, si las campanas del amor no hubieran doblado, si no hubiera empezado a llover tras la lluvia, si hubiera retornado la oportunidad perdida, si hubiese sabido escoger la palabra exacta, si todas estas olas no se hubieran vuelto eslabones de espuma, si no me hubiese ahogado en un mar de condiciones…

Inercias

 Mientras pasa la fregona, Soledad, la limpiadora, pinta de forma caprichosa siluetas en el suelo que, entre hilos, se desvanecen para siempre. Ensimismada en el quehacer mecánico, da vueltas en su cabeza a preguntas sobre si llegará a fin de mes, si podrá comprar a sus niños los libros de la escuela, o si podrá retomar – ya tarde- aquellos estudios que abandonó a los diecisiete. Se ha dejado llevar por una sutil ley de la inercia, la misma que empuja, a miles de kilómetros, la nave  “Kubrik III” de la Agencia Espacial, cruzando el cielo y pilotada por la experimentada astronauta Ludmila Tokov, quien se interroga si llegará a enlazar con la órbita adecuada, antes de la entrada en la atmósfera. Tras varias tentativas fallidas planeadas desde la base,  indaga entre las lógicas del azar si volverá de nuevo a ver a su familia, a sentir la gravedad del suelo, a recobrar la brisa húmeda del agua, o a sorprenderse por las estelas tenues de otras naves, de otros destinos.
Un minúsculo punto de espuma gravita en el universo del cubo de la limpieza. Una estela nueva se dibuja errante y leve. En un lapso indecible, desaparece para siempre.

INERCIAS. Premio Sendero del Agua 2016. ENTC

El fin del abuelo


De Radio, Vintage, Antigua

El abuelo vivía pegado a aquella radio antigua y, con frecuencia, me hablaba del respeto y afán que, desde niño, había admirado en aquellos que dedicaban sus pequeñas vidas a informar al prójimo. Yo lo escuchaba indiferente a sus desvaríos seniles, mientras él curioseaba el dial como si descifrara un mensaje más allá de las palabras.
Un día desapareció sin dejar rastro, y con el tiempo lo dimos por muerto. Meses después, se me ocurrió encender la radio y, en una emisora local de madrugada escuché su voz como tertuliano, relatando las peripecias al deslizarse a través de la antena, plegarse por el altavoz y hacerse un sitio entre los circuitos integrados por aquella gente diminuta.